Hacia Viernes Salvajes
Llegamos y nos lanzamos a una silla, con el cansancio propio de quien caminó por el desierto. Buscamos la mirada de los demás, escuchamos y contamos nuestras cosas.
A pesar de estar rodeados de libros maravillosos, muy de vez en cuando, a alguien, se le ocurre la loca idea de pararse, pedir el debido permiso y extraer uno para chusmearlo. Los libros, desde las bibliotecas, festejan en silencio que por fin un integrante del grupo les presta atención. Ese gesto llena de ilusión al resto que allí esperan para ser hojeados.
Cuando estamos listos, sacamos nuestros textos. Desenredamos nuestros propios nudos y si podemos ayudamos a los demás. Las palabras, entonces, se sueltan y se esparcen por toda la habitación. Nos rodean, quedan entre nosotros y los libros. Flotan, reptan, dan vueltas, suben y bajan según quien lea y qué es lo que esté contando.
Entre mates e infusiones diversas, el tiempo se desdobla y juega a que no importa nada de lo que pasa allá afuera. Hablamos de autores, de los de ficción, pero también de los de nuestra realidad. Anécdotas, coincidencias, nombramos a un ex participante del taller y su vínculo con la vida extraterrestre, recordamos las aventuras de una escritora de microcuentos que tiene una patología con el apetito, Borges siempre aparece de una manera u otra, y por esos andariveles solemos reírnos.
Llega la hora del final, de a poco nos ponemos de pie. Nos abrazamos, pensamos en el próximo encuentro y nos despedimos en la puerta. No lo sabemos con precisión, pero seguro que cuando Giselle Aronson, nuestra maestra jedi, vuelve a entrar al salón para acomodar el desastre que dejamos allí, no es muy difícil imaginarla mientras va y viene a la cocina con tazas y mates en la mano, con una oreja bien atenta, escuchando con disimulo, como nuestros textos aún siguen dialogando entre ellos.
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Charly Longarini
Periodista, y lector voraz. Escribe para La Patria Futbolera. Estudia Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham. Cinéfilo. Seguilo en sus redes.