
Hacia Viernes Salvajes
El sábado que hay taller me despierto temprano. Y en ese momento me doy cuenta que el mal humor no tiene nada que ver con levantarse antes del descanso, si no con lo que uno va a encarar por tener que hacerlo.
Llego, Giselle Aronson siempre me recibe con una sonrisa y un abrazo que tiene guardado quién sabe desde cuándo. Entro, saludo a cada uno de mis compañerxs, más sonrisas, abrazos. Desensillo, me pongo cómodo y ahí empieza la parte que yo llamo terapia de grupo. Nos contamos algunas novedades del mes, nos lamentamos si hay alguna noticia triste, nos alegramos y festejamos si hay novedades de las lindas. En el fondo somos amigos pero fingimos no serlo.
Entre infusiones y algo rico para comer, el tiempo avanza hasta que surge la pregunta de rigor: ¿quién quiere empezar?
Y ahí algunos nos miramos, otros revisan sus textos, otros miran a Gi. Siempre hay un o una valiente, aunque ese rol se va rotando sin que haya un acuerdo previo. Es espontáneo, como todo que surge entre nosotrxs.
Mientras alguien lee, escuchamos con atención y vamos leyendo a la par. A veces detectamos ciertas mutaciones durante el proceso de lectura y eso debe querer decir que el texto empieza a tomar vida propia. Un acento, una pausa, un artículo, una palabra cualquiera que evoluciona en la oralidad. Una vez terminada la lectura, pasamos unos segundos en silencio. No sólo es respetuoso y necesario, también dejamos que el texto suspire, que tome aire, y se puede sentir en ese pequeño momento, que también en el ambiente se respira admiración y algo de sorpresa.

Si me gustó, trato de decirlo siempre pero me gusta hacer alguna acotación que sume. No me conformo con decir si me gusta o no, trato de contar que me generó cada texto, de aportar un pequeño granito de arena como lector. Alguno propone alguna corrección, aunque no la llamamos así, y la bautizamos como sugerencia. Porque entendemos que en el texto hay mucho del autor. Entonces somos absolutamente cuidadosos de lo que expresamos pero siempre con la verdad.
Cuando me toca leer, me pongo un poco nervioso. Porque hasta ese momento escuché y leí textos que me llenan de admiración y siento que el mío no está a la altura. Leo, a veces apurado, a veces más calmo, pero siempre trato de hacerlo con pasión. Cuando llego al fin, me quedo quieto y mirando el suelo, porque en breve vienen las devoluciones. Siempre las recibo con respeto, las valoro porque la intención es enriquecer lo que escribí, sé con absoluta certeza que no hay mala leche en cada sugerencia o pregunta, pero debo confesar que me toca un poco el orgullo. Decir que acepto los comentarios sin problemas es mentira, pero no sólo me lo banco, si no que entiendo que cada comentario tiene que ver con lo que despertaron mis palabras. Y ahí se me pasa.
Recibo los halagos o las correcciones con la mente abierta, los pies sobre la tierra y el corazón a flor de piel. Casi siempre, por no decir siempre, son todos generosos conmigo, la verdad es que no puedo quejarme mucho.
En el tiempo que llevo en el taller, llegué a dos grandes verdades. Una, es que mi voz narrativa es la que tengo. Entendí que no voy a escribir de otra manera, que está voz que tengo es la que me va a acompañar de por vida. A lo sumo podré alimentarla mejor, maquillarla un poco pero esto que escribo es lo que soy. Y me encanta reconocerme en mis textos y que los demás también adviertan mi voz como una característica de mi identidad literaria. Y dos, aprendí a trabajar sobre las emociones y como tratar de contarlas. No es casual esto. Básicamente es la razón por la que encontré este taller y decidí quedarme desde el primer día.

Yo la venia leyendo a Gi en las redes sociales y me gustaba como lo hacía, como elige cada palabra, como va formado un muro sólido de sensaciones con las mismas letras que todos tenemos a mano, y hace que describir una emoción parezca tarea fácil. Por eso llegué a acá, porque intuía que una persona con su sensibilidad iba a lograr sacar lo mejor de mí, lograr que pueda sacar lo que me moviliza por dentro. Y no me equivoqué al elegirla como mi maestra jedi. Digo todo esto por acá porque a veces me sale mejor escribirlo que decirlo en persona. Un poco por pudor, otro poco para que no se vean por mis hendijas los destellos de mi alma.

Asi van pasando los minutos, leemos todos, nos gustamos (como se llama nuestro grupo de whatsapp), hablamos del próximo encuentro y apenas algo de la consigna que se viene.
Me despido de todxs, otra vez sonrisas, abrazos y me vuelvo a casa lleno de literatura. Cada vez que me preguntan como me fue, digo simplemente que: «bien, estuvo bueno». Porque decir que algo cambió en mí, que dejé mucho mío allá y me traje algo de cada uno, y que prácticamente no soy el mismo que salió por la puerta de casa esa mañana, suena exagerado. Pero les aseguro que es así.
Giselle Aronson, BIO:
Escritora, Lic. en fonoaudiología, docente. Coordina talleres literarios presenciales y virtuales.
Publicó los libros: Cuentos para no matar y otros más inofensivos (Macedonia Ediciones, 2011), Poleas (Textos Intrusos, 2013), Dos (Milena Caserola, 2014), Sin ir más lejos (Macedonia Ediciones, 2014), Orden del vértigo (El 8vo Loco, 2014) , Lo que no se sabe (Modesto Rimba, 2016), En el hueco que queda (Halley Ediciones, 2018), Modos de buscar refugio (Halley Ediciones, 2019), Como si de verdad (2020) y El hábito del tiempo (Azul Francia, 2021).
Dirigió el ciclo literario “Crudo”, en la localidad de Haedo, Buenos Aires desde el 2015 al 2019.
Cuenta con publicaciones en portales y páginas web. Sus textos forman parte de proyectos de cruces y encuentros con otras disciplinas artísticas como música y artes plásticas.

Charly Longarini
Periodista, y lector voraz. Escribe para La Patria Futbolera. Estudia Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham. Cinéfilo. Seguilo en sus redes.