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El Ghetto. Varsovia, Villa Azul y la promiscuidad de los miserables

31 mayo, 2020
Fotografía-tomada-por-Willi-Georg-recopilada-por-el-sitio-rarehistoricalphotos.com

Mucho se ha dicho en estos días, en donde algunos operadores consideran que el contexto de la pandemia es favorable para desplegar alguna que otra cuestión al aire. Como si se tratara, absolutamente todo, de un programa de televisión cuyos panelistas, otrora pensadores liberales, gozaran del beneplácito de algún tipo de patente de corso para instalar definiciones, por así decirlo, algo (muy) erráticas. Consideramos, que los niveles de discusión y debate han sufrido un abrupto deterioro, por lo tanto, nos urge la tarea de salir a explicar lo que hasta hace muy poco se daba por entendido. Compartimos con ustedes, la siguiente definición:

Composición, Tema: El Ghetto

En inglés se llama ghetto a un barrio humilde y marginado, o un asentamiento que en general estaba habitado por personas de la misma extracción social o procedencia. En especial, los barrios segregados judíos o de refugiados. Según el diccionario de Cambridge da su etimología del italiano: «getto» (fundición), en referencia al barrio judío de Venecia (1516), en el cuál, moraban trabajadores de una fundición o como apócope de «borghetto», diminutivo de «borgo», es decir, asentamiento o barrio.

Antes de continuar y en franco acuerdo con esta definición, debemos advertir a la diversidad de lectores, que si se comulga con la idea de considerar a barrios populares como Azul, bajo la categoría de ghetto, se está cayendo en una trampa peligrosa, la del pensamiento situado. Esto sucede, según José Pablo Feinmann, cuando un sujeto está siendo pensando por otros, ya que reproduce, sin someter lo que escucha o lee, al más mínimo análisis. Por lo tanto, otro piensa por él. Otro decide por él.

Shoah y la Promiscuidad de Los Miserables

La escena transcurre en primavera, en el antiguo Petit Hotel Post de la austríaca ciudad de Braunau durante la segunda mitad de la década del 70. Una brisa escasa, acaricia las paredes de la vieja estructura de aspecto amable. El contraste ideal para el testimonio que emerge de aquellas fauces, que, disfrazadas de vejez, expulsan un veneno letal, como vestigio de una época maldita, hasta entonces poco conocida en detalle. Afuera de la enorme casona blanca de techo de tejas rojas, y sin que los arboles la cubran, se encuentra estacionada una Komb blanca, cruzada de lado a lado con vivos en rojo. Alberga en su interior a parte del equipo de filmación de Claude Lanzmann, cineasta francés, ex miembro condecorado de la resistencia francesa durante la ocupación nazi, que sin saberlo, se encuentra en el segundo de los once años que le llevará realizar “Shoah” (voz hebrea para Holocausto), su obra cumbre. Una cinta monumental y deslumbrante. El resto del equipo se encuentra con nervios de acero en el interior de la vivienda. Tomaban registro fílmico clandestino a Franz Suchomel, un ex oficial ss, que entona una canción sombría: «Solo conocemos la palabra de nuestro Comandante. Solo conocemos la obediencia y el deber. Queremos servir, seguir sirviendo hasta que la poca suerte termine con todo. ¡Hurra!»

Tan cínico como macabro, el nazi asevera que era la canción con la cual se recibía a los judíos que ingresaban al campo (de concentración) de Treblinka, provenientes del Ghetto de Varsovia. Quienes tenían la obligación de aprenderla y cantarla, en ocasiones desnudos, marchando sobre el barro, con temperaturas bajo cero. Se desprende de la bestia infame una sonrisa cadavérica al preguntarle a Lanzmann: “¿Está usted contento? Debería estarlo. Es (una versión) original, ya que no queda un solo judío vivo que la sepa.”

Aquello que más arriba señalo como fauces disfrazadas de vejez, es totalmente adrede. Es en relación directa a la descripción de un lobo con piel de cordero, una bestia. Y como tal, bestia una vez, bestia para siempre, dado que, como muestra la evidencia documental, su bestialidad no prescribe con el tiempo, de la misma manera que no prescribe su participación en crímenes de lesa humanidad.

El Ghetto por dentro

Varsovia era una ciudad pintoresca, llena de vida, orgullosa capital de Polonia. Luego de la invasión nazi para Septiembre de 1939, sólo dispuso de su orgullo herido. Dado que todo lo anterior, fue devorado por el odio. Jean Paul Sartre entendió que “Si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría”. El antisemitismo tiene una esencia en el odio enquistado hacia el otro. Funciona porque es necesario para muchos odiar a otros. Este es presentado y empleado como amalgama para unir a los miserables en pos de la opresión.

Con el plan en marcha, y a fin de lograr una manipulación sin fisuras, se obliga a los judíos polacos a establecerse en secciones de pueblos y ciudades que los alemanes también llaman ghettos.

Para 1940, parte de la ciudad fue cerrada tras muros de alambre y concreto. Cada residente entre sus muros, fue obligado a portar una cinta distintiva con la estrella de David en amarillo. El verano de 1941 fue testigo del hacinamiento y los problemas contraídos por el escaso racionamiento, dado que comenzaron los traslados a gran escala, de personas provenientes de los suburbios, quienes al ingresar, eran despojados de la mayoría de bienes personales. Solamente se les permitía una muda de ropa y alguna manta de abrigo, todo lo demás era confiscado arbitrariamente en la puerta de acceso, por quienes decidían la vida y muerte de los trasladados. Un año más tarde, los muertos ocupaban veredas y calles, los sobrevivientes caminaban sin rumbo, esquivando como podían al tifus que hacía estragos a su paso. No obstante, ante la gran hambruna de 1943, un grupo de valientes, mediante el contrabando, se las ingenió para conseguir armas y ofrecer una resistencia decidida entre Enero y Abril. Finalmente aplastada por la artillería pesada, la delación y el hambre omnipresente.

Sólo en Polonia, había cerca de un millar de ghettos. Desde Varsovia, donde se ubicaba el más grande, fueron forzosamente trasladados a Treblinka más de 350.000 personas, el 30% de los habitantes de la ciudad orgullosa,  donde eran recibidos por Suchomel y su calamitoso repertorio de canciones.

El punto de contacto entre aquel Ghetto de Varsovia y Villa Azul es ni más ni menos que el Estado. No obstante, es alevosa la intencionalidad de tinte criminal en querer instalar un único sentido, emparentando, ambos lugares dentro de un mismo contexto. Porque el Estado en Varsovia se corporiza en función de darle de comer a una grotesca picadora de vidas humanas. La Alemania de Hitler “resuelve” “El Problema Judío” en la Conferencia de Wannsee, cuyo producto fue la implementación inmediata de la deportación sistemática y posterior exterminio de toda persona clasificada como judía por los nazis, amos absolutos de un Estado terrorista, promotor de la muerte.

En Villa Azul, en cambio, el Estado desembarca a favor de la vida. Con la certeza de que su presencia, innegable, debe y tiene que ser garante de cuidados esenciales, en una zona con extrema vulnerabilidad.

Insistimos en este punto, se determina la detección del problema, y las soluciones, gusten o no, se van explicitando. Hay un estado presente. ¿Alcanza? Nos apuramos a decir que no. Que falta mucho más. Que está a la vista de quién desee realmente ver, que se resuelve lo urgente, pero que aún así están latentes otras problemáticas, que requieren de una planificación despojada tanto de mezquindades como de improvisación. Hoy todos los estamentos del estado tienen una oportunidad histórica de ofrecer un ejemplo aleccionador a un mundo que poco parece comprender de empatía y solidaridad.

Las crisis a lo largo de la historia son agentes catalizadores de cambios, aceleran procesos, ponen claro sobre oscuro. Discriminan a aquellas y aquellos que dan un paso al frente de quienes agazapados exponen sus miserias, exacerbando su infame oscuridad. La expresión ghetto corresponde a un tiempo y un espacio anacrónico. Y quienes se esfuerzan por emplearla e instalarla, son agentes encubiertos del odio, el gran aliado del Covid-19. Quien se expresa de esa forma, es hoy un militante de la muerte, de la desidia y del dolor.

A modo de reflexión

Desde este medio, invitamos a la reflexión, a establecer un nuevo foco. Miremos a Europa, pero por primera vez, con otros ojos, los nuestros. Observemos a Varsovia desde el respeto de nuestros ojos latinoamericanos, despojados de cualquier bajada de línea eurocentrista, sino indagando. Poniendo en duda, incluso, hasta lo esgrimido en este artículo. Vayamos al meollo de la cuestión y preguntemos a los habitantes de una ciudad en cuya memoria colectiva está alojado el recuerdo permanente de aquél desarraigo de sus hijos en nombre de la muerte. Tomémonos el tiempo de asimilar, por qué sus habitantes se paralizan al unísono un minuto, una vez al año en homenaje a quienes se atrevieron a mirar a sus verdugos a la cara con una dignidad inquebrantable como bandera.

A modo de cierre, y en el tiempo que se pueda, recomendamos ver “Shoah” un film que recoge de manera concisa, sin imágenes de archivo,  recreaciones dramáticas ni añadidos en la sala de montaje, nueve horas y media de exhaustivos testimonios de víctimas, verdugos y testigos de los campos de exterminio nazis. Su duración, su temática, estética, su verdad rotunda e implacable, sumada a una ambiciosa metodología, abrieron un debate todavía vigente sobre la función de la imagen y el cine como método de afrontar la memoria.

A Claude Lanzmann le tomó más de once años asimilar y plasmar donde estaba el verdadero ghetto. ¿Cuánto tiempo tardaremos nosotros?

Mauricio-Toscano

Mauricio G. Toscano. Estudiante de la carrera de Ciencias Políticas en UNLA. Ex Director de la Secretaría de Relaciones Internacionales e Integración Regional del Municipio de Quilmes.