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CATUPECU MACHU: EL INGREDIENTE DE LA VIDA

30 junio, 2023

Cuando mi viejo se murió yo tenía 25 años. El 6 de enero de 2004 papa partía al otro lado de las cosas. Yo había pasado el fin de semana previo a su muerte en la casa de mi amiga Manuela que vivía en Mercedes. Estaba leyendo una novela de Philip Roth que se llama operación Shylock y cuando mi viejo se murió deje la novela tirada dos semanas. Nunca estuve tanto tiempo sin leer desde que aprendí a hacerlo a los ocho años gracias a los pato Donald de oro que me regalaba mi vieja.

En esa época tenía tres cuartos de la carrera de Sociología hecha y saltaba de laburo precario en laburo precario en parte por las políticas neoliberales del gobierno de Menem y en parte (ya es hora de hacerse cargo) por cosas que no supe o no quise resolver. Cuando mi viejo se murió no me consideraba definitivamente un hombre completo. Hoy viéndolo con la perspectiva que da el paso del tiempo creo que nunca llegamos a ser un hombre completo y que inmersos en esa utopía se nos pasa la vida.

En esa época de insatisfacción mi primer refugio era la música. Desde mis cuatro años tengo el recuerdo de esconderme de los problemas del mundo escuchando música clásica. Me encantaba acostarme y cerrar los ojos y perderme escuchando los discos de pasta de Vivaldi y Mozart de mi viejo. A los quince años reemplace la música clásica por el rock. De Pink Floyd a Ramones pasando por Nirvana toda la música que pasaban en la rock and pop iba a parar a mi colección de casettes. De las bandas de acá me hice fanático de todo lo que rodeara a Spinetta y también me gustaba mucho Sumo hasta que un día me crucé con un casette de Catupecu Machu. Desde ese día nunca nada más nada volvió a ser lo mismo.

Siempre me voló la cabeza el sonido del trío. El bajo de Gabriel Ruiz Diaz junto a la batería de Abril Sosa hacía una base rítmica brutal. La frutilla del postre es la particular voz de Fernando Ruiz Diaz que no se caracteriza por su armonía sino por la crudeza que mezcla en partes iguales euforia y tristeza de un modo que me conmueve como casi ninguna voz logra hacerlo. Las letras de Catupecu son el otro ingrediente que toda la vida me fascino.

O sea lo que me fascina es la voz de Fernando diciendo las cosas que dice y sobre todo como las dice. Las letras de Catupecu hablan de sueños, de la vida y de la muerte y del inestable equilibrio que hacemos los seres humanos para seguir con nuestras vidas. Los videos de la banda son la manifestación de todo ese universo de descontrol que se encauza gracias a esas canciones que detrás de esa bola de ruido son inexplicablemente hermosas.

Los meses posteriores a la muerte de mi viejo la música de Catupecu era una de las pocas cosas que me levantaba el ánimo. Una de las pocas razones que tenía para levantarme y moverme y hacer cosas como lavarme los dientes o hacerme la comida. Ese año de tristeza me la pase mirando películas tirado en la cama y caminando hacia ningún parte con el discman escuchando la voz de Fernando Ruiz Diaz con sus canciones acerca de la vida, la muerte, el amor y la eternidad.

A los dos años de la muerte de mi viejo en 2006 Gabriel Ruiz Diaz sufrió un terrible accidente automovilístico que lo dejo parapléjico. Me enteré un viernes lluvioso e inmediatamente recordé ese verso de Verlaine que habla de la lluvia y la tristeza como metáfora de la melancolía: Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón.

Esa bola de energía irrefrenable que represento los momentos de felicidad más puros desde la muerte de mi papa de repente había encontrado un límite a su expansión descontrolada. Pocas veces sentí tanta desolación y enojo con los dioses al escuchar una noticia.

Luego del accidente de Gabriel la banda siguió tocando y ese dolor se resignifico en la voz de Fernando. Días después del accidente Catupecu presento el video de Plan B, la canción de masacre. El video con el que la canción salió al ruedo es uno de los más impresionantes que recuerdo haber visto en mi vida. Ahí se lo ve a Fernando corriendo con una guitarra frente al mar. En el video también aparece un samurai vestido de verde al que no se le ve nunca la cara mientras enfunda una espada. Obviamente ese samurái representa simbólicamente la energía que representa Gabriel para la banda

Muchas veces llore mirando ese video. Algo de la tristeza olvidada de mi viejo se hizo carne en mi mirando a ese hermano haciendo público de un modo conmovedor su dolor.

Catupecu Machu siempre significo para mí lo contrario de la tristeza. Algo de esa energía inexplicable la asocio a la pulsión vital de saltar de la cama aun cuando no haya muchos motivos para hacerlo. La poética vitalista de Fernando Ruiz Diaz conforma una estética que conecta el folklore de Atahualpa Yupanqui con la potencia de Divididos y la búsqueda sonora de Spinetta.

Aprendí de mi viejo que el arte es un modo de la trascendencia porque nos conecta con una zona de lo humano que excede a la materia. Seriamos tristes si solo fuéramos carne. Las canciones de Catupecu pertenecen a ambos espacios. De la cultura del rock heredo la energía incandescente e incontrolable propia de las guitarras distorsionadas y la actitud punk de llevarse el mundo por delante pero a su vez las letras de la banda conectan con la pulsión espiritual propia de la poesía.

A mí la música de Catupecu me enseño que quedarse en la cama es un modo de defraudar a tus muertos y sobre todo al amor que sigue acá junto a uno. Nunca hay que darse x vencido. Por uno y por los demás. Por todo eso hay que seguir. Dale…

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IG: @juanpablosusel

JUAN P. SUSEL. Sociólogo (UBA). Profesor en Ciencias Sociales. Crítico de Cine. Autor de: Maradona en Roja y Negro (2021)