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EL TESORO

3 abril, 2023

Yo tendría diez años y vivía con mis viejos en Avellaneda. Desde los ocho años hasta los doce mi papa se iba de casa tres meses y finalmente siempre terminaba regresando. Ese proceso que yo denomine a mis diez años separación eterna afecto profundamente mi estado de ánimo infantil. A veces volvía de la escuela y ya en la esquina de Huergo y Homero escuchaba las voces de mis viejos en lo que intuía era una pelea. A medida que me acercaba a mi casa comenzaba a reconocer nítidamente las voces de mi papa y mi mama gritando.

Yo entraba y me iba directo a mi pieza. Intentaba dormir sin merendar. Yo suponía que mi mama no se daba cuenta de mi llegada pero siempre inexorablemente unos veinte minutos después de mi entrada me venía a ver. A veces yo simulaba dormir entonces ella me acariciaba el pelo y a veces le sacaba charla y ella me preparaba unas tostadas con mermelada o azúcar.  Mis viejos nunca lograron separarse más de tres meses. Mi viejo se iba con alguna caja de libros. Vivía como un monje en una pensión leyendo a Nietzsche, Descartes y Derrida e indefectiblemente terminaba volviendo.

Eran los 90 y mi vieja no tenía un mango. Cuando mi papa se iba en casa la pasábamos muy mal. Alguna vez la acompañe a la facultad de filosofía y letras para vender algunos libros que para ella eran muy valiosos como por ejemplo las obras de Melanie Klein o Sigmund Freud. Con ese dinero terminábamos merendando los dos en algún bar pituco de caballito unas regias medialunas con dulce de leche y unos cafés con leche que para mí eran lo más parecido a la felicidad.

La vida de un niño que vive una separación eterna se torna melancólica pero mis viejos supieron darme las herramientas para combatir la tristeza. El fin del alfonsinismo y los comienzos del menemismo y sus políticas neoliberales terminaron de dinamitar lo que de clase media quedaba en mi familia. Éramos pobres y yo sufría esa pobreza en mi cuerpo. Una vergüenza penetrante se apoderaba de mis labios cuando decía que vivía en Dock Sud. En una casa llena de humedad y a la que entraba el agua tres veces por año producto de las sudestadas. Es fácil que en esas condiciones habitacionales la tristeza se apropie fácilmente de los habitantes del hogar.

Cuando digo que mis viejos supieron darme las herramientas para combatir esa tristeza abismal que la pobreza y la promesa de una separación inminente me generaban me refiero a que supieron cultivar en mí una pasión por la vida que pocas veces volví a encontrar.

Mi casa infantil estaba llena de libros y rápidamente empecé a leer. Me escondía de los problemas leyendo historietas. MI vieja había empezado comprándome unas historietas en tapa dura del pato Donald que devoraba de modo voraz. Luego se sumaron las historietas mexicanas de la editorial Novarro. Me metía entre las sabanas de mi cama y me ponía los walkman mientras leía a Linterna verde y comía vainillas. No me llegaban de ese modo los ruidos del mundo exterior. No necesitaba prácticamente mucho para ser feliz y eso para mí siempre fue inspirador. Cuando crecí vi en análisis que el amor a los libros que luego se transformó en amor al futbol, al cine o a la música literalmente hizo mejor mi vida.

Cuando empecé la facultad y estaba sin laburo allá por inicios de los 2000 me iba con dos pesos al Burger King de Corrientes y callao y cuando no me juntaba con Sebastián (uno de los grandes amigos de mi vida) me llevaba libros de Dostoievski y Alejandro Dumas y me pasaba horas leyendo esas historias más grandes que la vida misma. Me trasladaba a la Rusia de Los Hermanos Karamazov o a la Francia de Los Tres Mosqueteros y allí era feliz como solo uno puede ser feliz rodeado de la gente que uno ama.

Alejandro Dumas, autor de El Conde de Montecristo, y Los Tres Mosqueteros dos clásicos de su autoría.

Cuando tenía algo más de dinero en mi billetera me iba a Losada y leía en ese bar hermoso que estaba delante de la librería más linda del mundo. A veces caía David Viñas con sus bigotes blancos  y con su rostro adusto se ponía a leer ejemplares viejos de La Nación.

No sé muy bien porque me puse a pensar en estas cosas hoy a la tarde. Quizás las nubes de este cielo nublado me conectaron con la melancolía de un tiempo que ya no existe más.

Quizás estos tiempos sombríos y esquivos a la belleza me hacen pensar con ternura en mis viejos y en como a pesar de lo doloroso que fue su naufragio tuvieron tiempo para ocuparse de mi felicidad. Estas palabras que escribo turbado mientras tomo un cortado en jarrita están dedicados a ellos.

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JUAN P. SUSEL. Sociólogo (UBA). Profesor en Ciencias Sociales. Crítico de Cine. Autor de: Maradona en Roja y Negro (2021)