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AMORES DE CARNAVAL

22 febrero, 2023

Soy porteño. Nací en San Juan y Boedo en 1978 pero por obvias razones no tengo recuerdos de mi barrio originario. A los dos años nos mudamos con mis viejos a un dos ambientes en Santa Fe y Anchorena. Ahí viví hasta mis seis años. Me encantaba esa casa así que cuando mi viejo un día me comunico que nos íbamos a mudar de vuelta no me puse contento. Estaba acostumbrado al barrio, me gustaban los atardeceres paseando por Avenida Santa Fe yendo a la plaza de Ecuador y Charcas con mis viejos.

Mi abuela que vivía con nosotros todos los primero de mes me invitaba a almorzar después de cobrar su jubilación. Siempre comíamos arroz con pollo y de postre tomábamos helado en un bar que estaba en la esquina de Santa Fe y Anchorena. Eran los tiempos de la vuelta de la democracia. En esa época para mí el mundo eran mis viejos y mi abuela. En la tele veía a los tres chiflados y en el noticiero pasaban noticias de los militares que iban a ir a juicio porque durante los oprobiosos años de la dictadura militar habían hecho un montón de cosas que estaban prohibidas por la ley como por ejemplo matar y desaparecer personas. La mañana en la que nos mudamos mi viejo me explico después de desayunar porque nos íbamos de esa casa que a mí me gustaba tanto. En resumidas cuentas mi viejo me dijo que había comprado una casa en Dock Sud y que yo en ese momento no iba a entender la importancia de tener una casa propia pero que cuando fuera grande comprendería lo valioso que era no pagar un alquiler todos los meses.

Todavía hoy recuerdo el viaje en el flete de Recoleta a Dock Sud. Cuando el camión cruzo el puente de la Boca y vi con mis propios ojos esas casas de chapa no lo podía creer. Nunca había pensado que las casas podían ser de ese material. Lo que más me impresiono es que nuestra casa también tenía techo de chapa. Confieso que durante muchos años me choco como la vida pequeña burguesa de mis viejos ambos psicoanalistas había chocado de frente con lo que un marxista ortodoxo definiría como las condiciones materiales de existencia. En resumidas cuentas a mis 8 años entendí que éramos pobres.

En casa mis viejos condimentaban hermosas sesiones de lectura de Freud y Melanie Klein mientras escuchaban discos de jazz y música clásica con escandalosas peleas. Mi vieja muchas veces le recriminaba a papa la decisión de haber ido a vivir literalmente al culo del mundo. Mi viejo argumentaba muchas veces con poca convicción en sus palabras que había pensado en la seguridad de todos y que estaba harto de propietarios usureros. Un día de mucho calor cansado de escucharlos pelear me fui a la vereda a tomar el fresco. En esa época era muy común que los vecinos a las seis de la tarde salieran a combatir el calor con una sillita y unos mates. Era el verano de 1987. No me lo olvido más. Un día vino una chica que conocía de vista y me invito a una iglesia. Mis viejos y yo éramos ateos pero yo acepte de una. Marcela tenía dos pelotas verdes por ojos y una sonrisa preciosa así que tranquilamente podría haberme hecho evangelista si me lo pedía. Entramos a la iglesia y el pastor conducía la ceremonia con gesticulación de rockstar. El pastor prometía milagros y solución a cualquier penuria económica y física. En ese momento me hubiera gustado pedirle que el techo de mi casa dejara de ser de chapa. Menos mal que no lo hice porque me hubiera perdido las mejores tardes de lluvia de mi vida. Tirado en mi cama escuchando las gotitas caer mientras a lo lejos disfrutaba los conciertos brandeburgueses que escuchaban mis viejos cuando se les ocurría no pelear.

Recuerdo que ese verano de 1987 hizo mucho calor. Todas las tardes Marcela me iba a buscar a mi casa. Daba unas palmadas y yo salía. Me iba a la iglesia con ella. Tomaba un naranju y escuchaba el sermón del pastor. Una tarde cuando el sermón termino Marcela me dijo si quería ir con ella al corso en el que participaba. Me explico que se preparaban para los carnavales de febrero.

Nunca había participado de ningún evento de esas características. Un montón de chicos se disfrazaban. Había una carroza que recuerdo de modo borroso. De lo que si me acuerdo es de los muchos tambores y como sonaban todos al mismo tiempo de modo estruendoso. También recuerdo   que se improvisaban canciones que después memorizaban todos los integrantes de la comparsa. Yo era muy tímido como para integrarme al grupo pero me divertía mucho mirando todo lo que se organizaba. La música tan diferente a la que se escuchaba en mi casa no me gustaba mucho pero ver a toda esa gente feliz bailando y caminando por las calles de dock sud viene a mi mente a menudo como un recuerdo conmovedor.

Ese verano anduvimos todo el tiempo con Marcela de acá para allá. No nos dimos ni un beso pero bien podría catalogar esas aventuras como mi primera experiencia amorosa. Cuando finalmente llego el carnaval recuerdo que la comparsa paso por mi casa en pasaje Homero y Huergo. Unos vecinos con una manguera empararon a todo el mundo y a mi vieja y a mí nos emboscaron con bombuchas unos chicos que habían sido compañeros míos en segundo grado en la escuela Juana Manso.

Nunca más volví a participar de ningún carnaval en mi vida pero desde ese momento pienso que la facilidad para ser feliz que tienen los humildes es la venganza más grande que las clases populares pueden propinarle a los dueños de la tierra de este país

En esta época de placeres vedados (Ya ni ir a la cancha puede una familia humilde) jugar a tirarse bombuchas mientras la murga toca una canción que sepamos todos es un modo genuino de rebelión. El orden capitalista postpandemico en donde el goce esta reducido al consumo nunca entenderá de que se trata dejar las obligaciones por un rato y sentarse a mirar la vida pasar. De esas pequeñas alegrías ni más ni menos está compuesta nuestra vida.

Y a vos Marcela donde sea que estés te mando un beso.

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IG: @juanpablosusel

JUAN P. SUSEL. Sociólogo (UBA). Profesor en Ciencias Sociales. Crítico de Cine. Autor de: Maradona en Roja y Negro (2021)