Dos golpes en la puerta de la habitación despertaron a Dios de su siesta.
—¿Quién es? –preguntó aún con el sueño en su garganta.
—Soy yo, señor. San Pablo.
Dios abrió la puerta con urgencia y también con sorpresa. Nadie interrumpe la siesta del Todopoderoso porque sí.
—¿Qué pasó?
—Llegó Él.
Dios sacudió su cabeza ante la sorpresa.
– ¿Ya? No puede ser, ¿estás seguro?
El santo asintió con los ojos cerrados y la boca fruncida. La tristeza se le dibujaba en la cara y se le plantaba en la voz. Dicho eso, se retiró inmediatamente.
Dios caminó hasta la ventana y más allá lo vio venir. Venía haciendo jueguitos con una pelota de cuero y gambeteando ángeles que le salían al cruce. Llevaba la camiseta azul, pantalones cortos negros y la cinta de Capitán que aún apretaba en su brazo izquierdo.
Una gota, luego dos, después diez. Dios empezó a llorar como no lo hacía desde hace dos mil años.
Y así, el Cielo se tiñó de fútbol y de alegría.