EL MONO…
O el “Tigre” de acuerdo a como lo apodara la tribuna boxística, había nacido en la localidad de Villa Mercedes -en la provincia de San Luis- el 25 de mayo de 1925 pero se crió en el barrio porteño de Constitución donde era «canillita», vendedor de diarios. Representó al Club Barracas Central, fue uno de los grandes personajes del boxeo argentino.
Llegó a boxear y perder categóricamente en el Madison Square Garden, contra Terence Young. Peleó como profesional 95 combates, y ganó 85, (72 antes del límite). Su carisma popular, generó el desprecio de las clases altas, más bien el odio que fue el peor rival, más que cualquier pugilista. Tal vez lo odiaron porque su ascenso desde 1945 fue símbolo del ascenso social de los «cabecitas negras» que se dió a partir del 17 de Octubre, y el gobierno del general Juan Domingo Perón. Furioso, callejero, desalineado peleó entre 1945 y 1954, 44 veces en el Luna Park, y siempre Murió en la pobreza atropellado por un colectivo de la línea 295, cuando volví a de vender muñequitos en la cancha de Independiente. Su deceso definitivo fue en el Hospital Rawson de Avellaneda, un 12 de noviembre de 1963. Parece que el mono, es uno de los protagonistas de esta historia.
AGARRAME QUE LO MATO…
La evocación de Gatica me trae, inevitablemente, un recuerdo de entrecasa.
Mi viejo laburaba en la Richmond. No la confitería pituca de la calle Florida sino una empresa que era como Bonafide, como el Bonafide clásico digo (donde también había laburado mi viejo), donde se especializaban en la venta de café pero también se vendían otras cosas. Ahí la conoció a mi vieja. Eran compañeros de laburo. Creo que en el local de la Estación Retiro. Estimo que se conocieron en el 50 o 51.
¿Qué tiene que ver Gatica? Bueno… mi viejo contó mil veces que una vez estaba atendiendo y entraron tres muchachos a comprar. Parece ser que se estilaba, o los vendedores tenían la indicación de hacerlo, ofrecer algunos otros productos además de los que los clientes estaban comprando. Algo habitual, por cierto, aún hoy. Mi viejo les propuso a estos muchachos llevar alguna otra cosa. Se negaron. Tal vez mi viejo habrá insistido, o no. Pero parece que la contestación de uno de ellos ante el ofrecimiento fue indignarse, increparlo por lo que hacía y preguntarle insistentemente «¿sabés quién soy yo? ¿sabés quien soy?».
Quién conoció a mi viejo -al menos quién lo conozca desde hace unos años- podrá anticipar cuál fue su reacción. Para el que no lo imagine, la cuento: parece ser que le dijo algo así como «sí, se quién sos… y a mi que carajo me importa quién seas… qué te pasa…» al tiempo que salía de detrás del mostrador decidido a pasar al siguiente nivel. La cosa no pasó a mayores, siempre según el cronista que no es otro que el propio protagonista, porque los acompañantes de Gatica lo contuvieron y se lo llevaron intentando calmarlo.
Quienes conocieron a mi padre también sabrán que no ha sido famoso por su apego al rigor y la objetividad a la hora de contar historias. Pero, vuelvo a lo anterior, es perfectamente verosímil que lo haya querido pelear aún sabiendo de quién se trataba. Así de loco estaba, por decirlo de algún modo.
Al revés de lo que alguno podría pensar, esta anécdota me ha hecho sentir siempre cercano y entrañable al Tigre Puntano. Los pibes de mi edad, mayormente, no sabían quién era Gatica allá por los 70 o primeros 80. En cambio yo, a partir de aquella historia, me interesé y supe de sus logros deportivos, de su coraje, de sus duelos con Prada, de su irrenunciable y sentimental peronismo, de su absurda muerte. La inolvidable película de Favio y la monumental composición de Edgardo Nieva hicieron el resto. A pesar de la decisión artística del director de no contar el episodio del Mono y el vendedor loco en la Richmond.
Vaya el recuerdo para José María Gatica. Y el agradecimiento a los amigos que lo pararon porque de no haberlo hecho este posteo y mi vida toda quizás no hubieran ocurrido.
Diego Joy. Comentarista de Fútbol. Acertado lector de historia, y filosofía. Hincha de Independiente, y del buen juego.