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KISS: UNA EXCURSIÓN A LOS TIPOS PINTADOS

6 mayo, 2022

HACIA VIERNES SALVAJES

Fuimos con mi hijo menor a ver a Kiss. Su primer recital de rock, el primero al que vamos juntos. A último momento me quise bajar, no tenía ganas. Tenía que cruzar el conurbano y la ciudad, estar parado como tres horas para ver un show que ya había visto en el Quilmes Rock 2009.

Me gusta Kiss, ojo, me encanta. Pero a esta edad lo disfruto mejor desde el sillón. Así que el entusiasmo de un pibe de siete años no hizo más que aplastar mi pereza y allá fuimos. La historia con esta banda viene de hace muchos años. La primera vez que supe de ellos, fue en la casa de un amigo de la primaria. Sus hermanos mayores escuchaban Kiss, tenían vinilos y posters pegados en las paredes y el placard. Esas caras pintadas, ese sonido pirotécnico me resultaba atractivo pero al mismo tiempo me daban impresión.

Algunos años más tarde, en plena adolescencia, caí en unas vacaciones en Córdoba con unos pibes que también escuchaban esta banda, entre otras. Ahí presté un poco más de atención y quedé copadísimo con el sonido hardrockero de la banda oriunda de Nueva York.

A partir de ahí, Kiss, se sumó a mi catálogo de bandas legendarias de todos los tiempos. De esas a las que uno les presta atención ante cada disco nuevo y gasta los viejos.

En el 2009 los vi en River con mi hermano menor. Nos voló la cabeza. Vivimos una experiencia alucinante que no pudimos olvidar al día de hoy. El año pasado mi hijo volvió de la escuela y me dijo: «hoy una profe nos hizo escuchar Kiss». Y de inmediato me pidió que ponga en los parlantes «I was made for lovin’ you». Le hice caso y me limité a observarlo con infinita sorpresa. El pequeño estaba copadísimo y tocaba una guitarra eléctrica imaginaria.

Aproveché esto y empecé a hacerle escuchar canciones y ver videos en YouTube. Se copó casi enseguida. De a poco su fanatismo fue creciendo a un nivel, por lo menos, insospechado. Y una noche de abril terminamos en el Campo Argentino de Polo, mirando en vivo a uno de los mitos del rock mundial.

Mi hijo vivió en carne propia una misa de rock. La música al palo. La línea de bajo que le pegaba en el pecho y a mí en el estómago. Se asustó un poco por eso. Le dije que ésa era la vibración que salía de los equipos de sonido. Me preguntó como se llamaba cada uno de los integrantes de la banda y que instrumentos tocaban. Parecía tomar nota mental de todo lo que yo le pude contar por sobre el volumen de la música.

Vio a Gene Simmons sacar la lengua más allá de lo debido, también escupir sangre frente al micrófono. Presenció explosiones, la más clásica pirotecnia del rocanrol. Llamaradas disparadas detrás del escenario al compás de riffs ultraconocidos. Vió a Paul, que tiene la edad de su abuelo, subir a una tirolesa y cruzar el campo sobre la gente hasta una plataforma para cantar su canción favorita, ésa que pide en el auto, ésa que un día trajo desde la escuela, que aquella profe le hizo escuchar. Dios salve a esa profe.

Vió como todos los músicos, oportunamente, se subieron a una plataforma a una altura que a mí me daría pánico. Aprendió lo que es un solo de guitarra y de batería, lo que es el carisma, lo que es la conexión del público con el frontman. Supo que un tipo puede destrozar una guitarra hacia el final del show, que nadie lo va a retar por eso y que, en cambio, la gente lo va a ovacionar.

Supo lo que es saltar, cantar a los gritos esa canción que te entra en el alma, rodeados de perfectos desconocidos a quienes les pasa exactamente lo mismo y al mismo tiempo.

Descubrió en sus lágrimas el sabor amargo de una despedida, al darse cuenta que nunca más iba a ver su banda favorita en vivo. Entendió ese extraño gesto de levantar los dedos en cuernitos y gritar «aguante Kiss» con la mejor sonrisa del mundo.

Se enteró que después de un recital está bueno caminar y comerse una hamburguesa. Él aprendió todo eso. A los siete pirulos ya tiene algo para contarle a sus hijos, mis nietos.

Y yo entendí, que estando delante de la banda más espectacular del mundo, a ésa que me daba cosa en la infancia, a ésa que empecé a querer en la adolescencia, no le puede pelear ni por asomo, a la felicidad plena manifiesta en la cara de mi hijo.

IMÁGENES: Charly Longarini. Portada, Diario Perfil.


Charly Longarini

Periodista, y lector voraz. Escribe para La Patria Futbolera. Estudia Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham. Cinéfilo. Seguilo en sus redes.