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HACIA VIERNES SALVAJES

25 diciembre, 2021

UN CUENTO DE NAVIDAD

Desde el dia que lei «El cuento de Navidad de Auggie Wren» de Paul Auster, siempre quise escribir un relato navideño pero que fuera real. Durante años estuve atento a las charlas en la mesa de nochebuena y en la sobremesa resacosa del día siguiente, pero nunca conseguí una historia que valiera la pena.

Hasta que un día, y durante un viaje, alguien me contó esta historia y supe en el momento que ella terminó de narrarla, que por fin había dado con mi primer cuento de navidad.

Esta historia es tan real como la persona que me la contó.

Dos golpes rompieron la siesta. Berta se sobresaltó. Se había quedado dormida sentada en la cocina mirando la tele. Los restos del almuerzo aún estaban sobre la mesa. Cuando abrió los ojos, no supo si los golpes eran reales o parte del escenario de algún sueño que no alcanzaba a recordar.

Otros dos golpes sonaron en la puerta del frente de la casa. Ahí se dio cuenta que eran reales, tanto como sus dolores en los huesos.

Se levantó con dificultad apoyándose en el respaldo de la silla. En la tele encendida un grupo de panelistas se reían en un programa de chimentos.

Ya va, dijo para que no sigan golpeando.

Arrastró las chancletas hasta la puerta.

—¿Quien es? —preguntó Berta tratando de que su voz no sonara tan de persona mayor.

Nadie respondió, sin embargo, mientras se acercaba alcanzó a ver una sombra debajo de la puerta. Había alguien ahí, sin dudas.

Repitió la pregunta, pero esta vez lo hizo con más energía, con algo de enojo.

Como no obtuvo respuesta, caminó hasta la ventana junto a la puerta. Estaba abierta y el verano de diciembre se metía entre las cortinas. Las corrió a un lado y se asomó.

De inmediato se acercó una mujer joven, de cabello corto que llevaba un papel en la mano.

—Hola. Disculpe, abuela. Estoy perdida. ¿La calle Castelli para dónde queda?

—No, querida. Por acá no hay ninguna calle Castelli.

La mujer joven bajó sus brazos con derrota y luego se llevó una mano a la frente.

—Me dijeron que era por acá. Así nunca voy a poder encontrar a mi tía Marta.

—¿No sabés dónde vive tu tía, nena?

La joven se acercó más a Berta, la reja de la ventana las separaba.

—No, es la primera vez que vengo a Buenos Aires. Llegué esta mañana desde Entre Rios y tengo que llevarle unos remedios a mi tía. Y ahora me perdí.

—Qué pena, querida. —dijo Berta con lamento sincero. —Yo al barrio lo conozco bastante y por acá te aseguro que esa calle no existe.

—Si. Y ahora no sé qué hacer, abuela. Para colmo llevo dos horas caminando y dando vueltas, encima necesito ir al baño. ¿Usted no me dejaría pasar al baño, por favor?

Berta retrocedió dos pasos y se alejó de la ventana. Le hubiera gustado hacerlo con un poco más de disimulo, pero sus huesos no estaban para realizar movimientos que no afectaran a las relaciones públicas. 

—No puedo querida. Mi hija me mata si dejo pasar a un extraño.

—Tiene razón su hija, abuela. Hoy no se puede confiar en la gente. Está peligroso.

—Claro, porque si viene mi hija y me…

—Por favor, abuela. —interrumpió con suplica la joven mujer.

Berta la miró a los ojos a través de las rejas negras. Con los años aprendió a detectar la maldad. En la mirada de la joven mujer solo vio desesperación. Así que se acercó a la puerta y la abrió lentamente.

La joven mujer se asomó al umbral con una sonrisa como estandarte y entró en la casa pidiendo permiso. Cuando Berta estaba cerrando la puerta, algo se interpuso y no permitió que terminara de cerrarla. Bajó la vista y detrás de la joven entró un perro de color negro, un color negro mas oscuro que la noche.

—No, por favor, querida. Que el perro se quede afuera.

El perro se sentó junto a la visitante. La joven se había quedado detenida frente al arbolito de navidad que lucía sobre el modulador del comedor.

—No hace nada, abuela, quédese tranquila. Ah, me llamo Nora. Digame donde encuentro el baño.

Berta estrechó su mano pequeña y fría. Luego señaló en silencio una puerta a la derecha. La mujer joven asintió y se metió en el baño.

El perro se dio vuelta y miró fijo a Berta que sentía que había cometido el error más grande de su vida. Su hija podría llegar en cualquier momento y eso iba a hacer que se enfureciera. Meter a un extraño en la casa era grave. Pero no solo eso era motivo suficiente para sentir miedo.

El perro negro, que la miraba sin pestañear, parecía montar guardia y temió acercarse. Mientras, la mujer joven estaba en absoluto silencio dentro del baño. Qué estaría haciendo que tardaba tanto, se preguntaba.

Pasó un rato difícil de medir. Para ella fue eterno. El perro se mantuvo firme en la misma posición hasta que de pronto se escuchó el sonido del depósito del inodoro. Después la canilla de la pileta. Y enseguida se abrió la puerta. Nora apareció y caminó lento hasta Berta. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, la joven la miró serio pero no amenazante. Berta llevó sus manos al pecho, en señal de miedo.

—Tranquila, abuela. No te va a pasar nada. Sos buena gente, me abriste la puerta sin conocerme porque me viste desesperada. Pero no te salvás por eso, en otro momento ya estarías atada en el piso. Te salvaste porque tu arbolito es igual al que había en mi casa. Cuando lo ví me trajo recuerdos de cuando era chica y aún tenía en qué creer y en quien confiar. Hacele caso a tu hija. Y cuídate mucho. Feliz navidad, abuela. —dijo esto y se retiró. Cuando pasó junto a Berta, que permanecía inmóvil y callada, le palmeó la mano cariñosamente.

La puerta se cerró suave. Enseguida un motor se puso en marcha y un vehículo se alejó rápido haciendo chillar sus neumáticos.

Cuando ella me terminó de contar esa historia, también sentí miedo. Nora me contó que no robó nunca más y que con el tiempo pudo dedicarse a la jardinería.


Charly Longarini

Periodista, y lector voraz. Escribe para La Patria Futbolera. Estudia Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham. Cinéfilo. Seguilo en sus redes.