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HACIA VIERNES SALVAJES

19 noviembre, 2021

Es el año 2000. Tengo la tarde libre (porque estoy sin trabajo) y el plan es ir a ver una película que mi viejo me había sugerido que fuera a verla, que escuchó en la radio que era como la serie Vulnerables pero en el cine. Salgo. Me tomo el 41 desde Munro hasta Belgrano.

Llego a un cine que hoy en 2021 ya no existe, saco la entrada, voy a al kiosco por unas golosinas y una lata de Coca. Meto todo eso en la mochila y entro a la sala. Como es la primera función del día tiene dos cuestiones positivas: uno, la entrada la pagué a mitad de precio y dos, la sala está vacía, toda para mí. Elijo el asiento lo más en el medio que puedo y ahí me acomodo. Empiezan las «colitas» como le decía un amigo a lo que hoy llamamos trailers de las próximas películas a estrenarse.

Se apagan las luces, se corren las cortinas abriéndose hasta lo máximo y empieza la película.

En los primeros minutos experimento desconcierto. Empieza con tres historias cortas narradas con una voz en off donde la casualidad y la fatalidad se dan la mano. Y ahí me asalta la pregunta: habré entrado en la sala indicada? Ésta no parece la película que elegí. Luego vienen los créditos y empieza una canción de Aimee Mann mientras se van presentando todos los personajes que integran esta historia coral llamada simplemente Magnolia, dirigida por Paul Thomas Anderson.

La historia nos presenta a nueve personajes, nueve vidas que se debaten entre victimarios y víctimas, donde la culpa es el motor que los empuja a moverse dentro de la trama. Tom Cruise (en tal vez la mejor interpretación de su carrera) hace de un gurú del sexo que sufrió el abandono del padre y está a punto de sentirse descubierto en un montaje de mentiras. Su padre, un reconocido productor televisivo, en el lecho de muerte, le pide a su enfermero (un enorme y querible Phillip Seymour Hoffman) que busque a su hijo. Julianne Moore, esposa del productor, se debate en la culpa por un pasado turbio y busca el perdón de su marido que se debate entre la vida y la muerte. John C. Reilly interpreta a un policía muy solo, que conoce a Claudia cuando atiende una denuncia por ruidos molestos y disturbios en un departamento, y se enamora de inmediato de ella. Claudia, hija de un conductor de televisión muy famoso, sufre por algo que le hizo su padre durante la infancia (bien avanzada la película sabremos de qué se trata) y se sumerge en las drogas para sobrevivir a tanto dolor.

William H. Macy hace de un ex niño prodigio que ganó un concurso televisivo de preguntas y respuestas durante su infancia (una versión yanqui de Marcelo Marcote) y sus padres le dilapidaron todo el dinero, y está enamorado de un bar tender al que intenta todo el tiempo atraer su atención sin conseguirlo. Y los últimos dos personajes que quedan son un niño muy estudioso y con mucha memoria que, al igual que el personaje del pasado de William H Macy, participa de un concurso de preguntas y respuestas en la TV, y su padre lo recontra exige para que gane, mientras el menor sufre ese acoso.

Son nueve historias, nueve vidas que se van entrelazando, y la cámara va y viene a cada uno de ellos y su derrotero durante un día en Valle de San Fernando, California. El guion es preciso, efectivo, va al hueso de cada historia y nunca abandona a los personajes. Exige la credibilidad un poco al espectador, la casualidad va tejiendo las conexiones entre las historias pero las tres iniciales están para pedirnos que creamos, que estiremos la verosimilitud un poco y que relajemos, que seamos cómplices con la narración. La casualidad en el cine es difícil de procesar, por eso el director nos guiña un ojo para que podamos disfrutar de las tres horas y pico que dura la película. Si bien es extensa, sería injusto decir que se hace larga, la verdad se pasa rápido y el montaje le da un ritmo que no fatiga para nada.

Paul Thomas Anderson es un autor, el tipo es fanático de Kubrick, de hecho fue a visitarlo al set a éste durante su última película Eyes Wide Shut el año anterior. Película, por cierto, donde trabaja también Tom Cruise junto a su esposa de entonces, Nicole Kidman. Después de Magnolia, Anderson se convirtió en uno de mis directores de cabecera.

Me enamoré de Magnolia. Cuando salió en VHS la volví a ver. Años después la compré en DVD y la gasté. Hubo una época en la que la veía cada viernes. Y cada año cumplo el ritual de volver a verla junto a otras películas que amo. Me encantan el guion, la dirección y las actuaciones (aunque algunas están un poco exageradas, por ejemplo, una Julianne Moore muy dolida, demasiado).

La música es alucinante, hipnótica. Jon Brion compuso una música incidental que acompaña a los personajes de la mano. Y las canciones de Aimee Mann son perfectas, bellísimas, celestiales. Por supuesto también me compré el CD de Magnolia, disco que aun conservo con mucho cariño.

La película llega al ultimo plano. Ya se cruzaron todas las historias, hubo una tormenta muy original que terminó de encadenar a los personajes. El ultimo plano es la sonrisa de uno de ellos, una sonrisa entera, plena, resplandeciente de una persona rota. Corte a los créditos y la última canción de Aimee Mann que me desgarra. Me quedo en la sala hasta lo último, hasta el final de los créditos sin saber que en el futuro ese berretín lo iba a compartir con mis hijos. La sala se ilumina, me pongo de pie y salgo del cine tratando de acostumbrar mis ojos a la claridad de la tarde. Salgo como si estuviera flotando, aun muy enganchado con las historias pero sobre todo en la película desde lo formal y artístico. Me encantó el guion y tengo unas ganas locas de escribir. De escribir un guion, un cuento, una novela. Simplemente tengo ganas de escribir. Me voy a un bar a tomar un café. Antes de eso, paso por una librería y me compro un cuaderno rojo y una bic negra. La voy a necesitar.


Charly Longarini

Periodista, y lector voraz. Escribe para La Patria Futbolera. Estudia Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham. Cinéfilo. Seguilo en sus redes.