Pasan algunos minutos de la medianoche del sábado. En casa todos duermen menos yo. Sentado en mi cama, con la tv encendida en la transmisión previa, espero el inicio de la carrera de Fórmula 1 en lo que va a ser una nueva edición del Gran Premio de Las Vegas. En cualquier otro momento también estaría durmiendo, pero esta noche me gana la pasión de un deporte que es difícil de explicar. Bah, tan difícil como cualquier otra pasión.
Lo cierto es que me pregunto porque estoy despierto a esta hora y la primera pregunta que se me viene a la cabeza es Colapinto. El piloto argentino, oriundo de Pilar, volvió a encender la chispa sobre un deporte que al menos parecía anestesiado para las masas populares en nuestro país. Hay una fiebre, es innegable, con el automovilismo en la actualidad. Se percibe en las calles, en las charlas, en los ámbitos de la vida cotidiana y en las redes sociales. Hay gente opinando sobre la Fórmula 1 por primera vez en su vida y eso es sano para el deporte motor.
La llegada de Colapinto a la F1 generó en Latinoamérica, y especialmente en Argentina, un furor difícil aún de medir. No creo que tenga que ver con su origen sudamericano, tiene que ver con él. Es joven, fachero, carismático, divertido, dice lo que piensa y es un muy buen piloto. Lo primero que supe de él fue una imagen en donde se lo comparaba con Ayrton Senna. Si bien tienen algunas leves semejanzas físicas, y que compartan el hecho constitutivo de haber nacido en esta región, son muy distintos. Yo sé que nos morimos de ganas todos de que sea la próxima leyenda del automovilismo, que le exigimos victorias como lo hacíamos con Messi cuando jugaba con la selección. Pero el tipo logró en un año números que ilusionan aun a los especialistas en la F1.
Leí por ahí que sus estadísticas, respecto de su compañero de equipo, lo colocan en el mejor segundo piloto de la categoría. Franco demostró, en poco más de un año, de que estaba hecho y lo hizo en varias oportunidades, y lo hizo con el peor auto de la parrilla. A mi los números no me dicen nada, a mi me habla más de él su conducta, su temperamento. Me ilusiona que un piloto que lleva mi misma bandera sea pícaro cuando tiene la oportunidad, eso habla de su rapidez mental pero también de su ambición -por no decir hambre- como, por ejemplo, su largada en Singapur este año, donde en una curva en la largada sobrepasó a tres autos de un saque. Me encanta que haya desobedecido la orden de su equipo de no sobrepasar a Gasly en Estados Unidos, en esa acción recordé una expresión de Juan María Traverso, el mejor piloto que yo vi en las pistas argentinas, cuando dijo: «El auto es un arma, y vos lo usás dentro de un reglamento… pero vos estás en una guerra. ¿A dónde viste una carrera de auto en la cual vos vengas y el otro que te pase? ¡Pasá! No existe… ‘estoy contento que ganó mi compañero de equipo’, ¡sos un pelotudo!».

En eso Colapinto le demostró a extraños, pero principalmente a los propios, de que está para grandes cosas. Me fascina que Colapinto haga todo el tiempo referencia a su país, que se vista con la camiseta de la selección en Brasil, que diga que su auto es inmanejable, porque en esas cosas se le nota cierto espíritu maradoniano. Dice la verdad, su verdad, sin caretas y eso a la gente le llega más que si fuera el mejor piloto. Me intriga saber si para las escuderías Colapinto puede representar el próximo Verstappen, es decir, el próximo joven prodigio. Y Colapinto no es Verstappen, como tampoco es Senna, ni mucho menos Fangio ni Maradona, Colapinto es Franco y Franco es Colapinto.
Dicen que Hemingway dijo «el automovilismo es el único deporte, lo demás son solo juegos», y aunque la frase no es exacta, la idea se mantiene sobre lo que quiso expresar. Al respecto de eso, no creo que tenga razón, no se puede ningunear a otros deportes así.
Pero lo que yo me pregunto es: ¿qué me pasa a mí con todo esto?
Allá por mis tempranos 6 o 7 años me fascinaban los autitos, los que mi generación bautizó como “autitos de colección”, esos mismos -o por lo menos de la misma escala- que ahora llaman hot wheels, en honor a la marca que los construye en la actualidad. Tenía muchos autos, mis padres todos los fines de semana, como tenían que trabajar y me dejaban al cuidado de mi abuela Haydeé, me traían un regalo y eso casi siempre fue un autito.
«Colapinto no es Verstappen, como tampoco es Senna, ni mucho menos Fangio ni Maradona, Colapinto es Franco y Franco es Colapinto»
CHARLY LONGARINI.
Mis tíos, hermanos de mi mamá, tenían una fábrica de juguetes cerca del Autódromo de Buenos Aires. Cada vez que íbamos a visitarlos, me regalaban algo de su propia producción, generalmente autos o camionetas. Contaba mi vieja, que en épocas de la Fórmula 1 en Argentina, escuchaban el ruido de los motores y se volvían locos. Lo que más gustaba de ir a la fábrica, es que en la oficina, sobre un estante, había una réplica del Tyrrell P34 de plástico, ese auto extravagante de seis ruedas, que ellos mismos habían construido para su venta y que ya no lo hacían. Cada vez que le preguntaba a algún tío si me lo regalaban, la respuesta siempre era no. Esa fue una de mis más tempranas frustraciones en la vida.
No pasó mucho tiempo hasta que descubrí la Fórmula 1.

Había algo ahí en ese pelotón de autos -que por cierto no se parecían a los que yo tenía de juguete- que en fila circulaban a gran velocidad y que sus motores parecían el zumbido de un insecto. Al finalizar cada carrera, que miraba de principio a fin, me armaba una pista con lo que tuviera a mano, es decir ladrillitos de los Rasti, chapitas, restos de juguetes y ponía a competir mis autos en lo que yo iba a llamar el Gran Premio de Munro.
Lo que me pasaba con la F1 es que no me sentía hincha de ninguna escudería, pero si tuviera que elegir una sola para afirmar que mi corazón latía al ritmo de sus motores, era Mclaren.
Yo siempre fui de seguir a los pilotos, no a los autos. Por lo tanto, Senna se metió en mi corazón de inmediato. No creo que mi sentir sudamericano en aquellos años haya afectado a mi cercanía al piloto brasileño, evidentemente era su enorme carisma y su audacia al volante. Acaso si en la F1 fui fan de algo, fue de Ayrton. Prost no me parecía el villano del que todos parecían hablar. Cuando compartieron escudería en Mclaren hacia el final de los 80s y principio de los 90s, me gustaban ambos. Ahí, en plena adolescencia, entendí que la peor competencia en la F1 estaba dada entre los propios compañeros de equipo. A pesar de eso, ambos me caían bien, admiraba a ambos y sobre todo al poderío de su competencia.

Sé que fue el primero de mayo de 1994 porque lo googleé recién. No tengo grabada la fecha en la memoria, solo me quedó el estupor estacionado en el estómago de aquella mañana bien temprana de domingo y de feriado. Cuando el auto de Ayrton Senna, que corría en primera posición, en las primeras vueltas del circuito de Imola, siguió de largo en una curva y se estrelló contra el paredón, me sobresalté pero pensé que se trataba de un accidente más en una carrera. Inmediatamente la transmisión mostró o el relator narró, no recuerdo exactamente, que el cuerpo de Senna se encontraba inmóvil dentro del habitáculo del auto. Eso provocó que me pusiera de pie. Me debo haber quedado inmóvil en el momento, seguramente me tapé la boca ahogando algo que debe haber emergido desde las entrañas, pero de lo que sí estoy seguro, es que no lloré. Aún no había aprendido a llorar por el dolor ajeno. Las imágenes de consternación del mundo F1, el helicóptero llevando el cuerpo de Senna, todo eso formó parte del videoclip de mi despedida como seguidor de la categoría. Con Senna, también parecía haberse muerto algo en mi.
“¿Vos a qué escudería seguís, papá?
No son escuderías. Y soy hincha de Ford”.
Esta conversación tuvo lugar en el comedor de mi casa mientras mi viejo miraba una carrera de Turismo Carretera. Me senté a su lado y le dije que entonces yo también era de Ford. Traté de compensar el no haber sido hincha de su mismo club, fui consciente de eso. A partir de ese momento, los domingos al mediodía, entre pastas y siestas, se iba a convertir en un ritual frente a la pantalla para ver series preliminares y la final esperando que gane la marca del óvalo. Nombres propios como Ortelli, Aventin, De Benedictis, Martinez por un lado; Moura, Traverso, Ledesma, Di Palma, Lopez por el otro pasaron a ser habitués de las mesas durante la semana.

No debe haber pasado mucho tiempo hasta que empecé a comprar la revista Corsa, y alguna que otra Campeones también. Leyendo a grandes periodistas, enormes firmas de nuestro periodismo motor. Sin que me diera cuenta ya me había convertido en un fan del TC, un poco por mi amor por los autos y otro porque estaba en la misma vereda que mi viejo.
Ford siempre estuvo presente en mi casa. Mis viejos tuvieron tres Ford Falcon, uno de ellos en su versión “Futura» con techo vinílico, inolvidable. También hubo una pick up F-100, un Sierra y un Escort modelo 2001, año en que se dejó de fabricar. A pesar de mi fanatismo por la marca, eso no me impedía admirar a pilotos de otras marcas como Chevrolet, la marca rival por excelencia. Tampoco me impedía que al pasar por la calle algún Torino, Dodge o un “Chivo” no se me cayera la baba. Hincha si, necio no.
Algo lindo que pasaba después de cada carrera, era que si ganaba Chevrolet, mi primo Carlitos llamaba por teléfono para cargarnos. El folklore siempre fue sano y también respetuoso.
La primera carrera de TC que fuimos a ver fue en Santa Teresita, la primera fecha del campeonato de 1995. Estábamos de vacaciones cerca, en Mar del Tuyú y nos acercamos al circuito semipermanente para deleitarnos y ensordecernos con el maravilloso rugido de los motores. Los hinchas de las distintas marcas se mezclaban entre sí y no había alboroto alguno. Ahí me di cuenta que el automovilismo, más allá de rivalidades, tenía los códigos de una familia.
La última vez que fuimos fue en agosto de 2018, domingo que fue un día del niño en Argentina. Ese día, con mi viejo y mis hermanos, también fueron mis hijos. Una fría mañana en el “Autódromo Oscar y Juan Gálvez” cumplí un sueño de esos que llevaban décadas gestándose. Tres generaciones unidas por una pasión que a veces, injustamente, ha quedado a la sombra del fútbol.
Terminada la carrera, Verstappen, el mejor piloto de la actualidad, se quedó con el Gran Premio de Las Vegas. Es hora de dormir, el cansancio ya me está golpeando la puerta. Antes de caer en el territorio del sueño, entre los sonidos de los motores de los F1 en mi cabeza, suenan los apellidos de Norris, Piastri, Hamilton pero sobre todo el nombre y apellido de un pibe argentino, que a muy temprana edad se fue a Europa a perseguir su sueño, y el año pasado finalmente llegó a la máxima categoría del automovilismo.
El tiempo dirá, pero a Franco Colapinto le tengo mucha, pero mucha fe. Se la debo, porque gracias a él, veo las carreras con mi hijo.





