No entres dócil en esa buena noche,
La vejez debería arder y delirar al final del día;
Rabia, rabia contra el ocaso de la luz.
Los sabios, ante el fin, saben que está bien la oscuridad,
Porque sus palabras no lograron abrirla con un rayo,
No entres dócil en esa buena noche.
Hombre bueno, que lagrimea aún el brillo de la última ola
Tus frágiles andanzas danzan en una bahía verde,
Rabia, rabia contra el ocaso de la luz.
Dylan Thomas
Interstellar es hoy mi película favorita.
La vi, por primera vez, en los meses previos al estreno de Oppenheimer. El aparato publicitario montado sobre la última película de Christopher Nolan me había generado la ansiedad necesaria para que me ponga al día con su filmografía. Interstellar, por tanto, estaba entre la distinguida lista de películas pendientes.
Quizás lanzarse a una película sin saber de qué va fue una de las mejores estrategias que encontré en los últimos años para dar con obras que me volaran la cabeza. Con Interstellar también me pasó.
Matthew McConaughey estaba entre los actores que no me sabía su nombre pero que cada vez que lo veía sabía que lo tenía visto de algún lado. Meses después vi la primera temporada de “True Detective” y a partir de entonces él ya quedó en mi disco rígido como un actor reconocible.
De Nolan solo había visto The Prestige y la trilogía de Batman. No estaba entre mis directores preferidos, pero sabía que había una especie de culto de fans a su alrededor que seguían de cerca su carrera y que, en general, eran más jóvenes que yo. Pertenezco a la generación que venera a directores que van desde Spielberg (incluso en los 80 cuando todavía no se había ganado el prestigio de la crítica) hasta Paul Thomas Anderson. La generación de cinéfilos que la preceden aman a Nolan y también a directores como Wes Anderson, entre otros. Entonces, y por todo esto, ver “la última película de Nolan” era todo un plan y para eso requería previamente sumergirme en su obsesionario viendo todas sus obras, no porque considerara que eso iba a ayudar a la experiencia de ver Oppenheimer, sino porque la excusa me servía para ver lo que tenía pendiente hacía años.

Interstellar logró conmoverme. Si bien la primera vez que la vi me perdí un poco en su guion, en sus derivaciones científicas a cargo del físico Kip Thorne, de quien la película tomó sus investigaciones para montar el guion, tengo que reconocer que me atrapó de una manera inesperada. Thorne ganó el premio Nobel apenas tres años después. No sé si gracias a Nolan pero es probable que su trabajo haya tenido una exposición tan grande que seguramente lo puso en la superficie y en la boca de muchos. Entre los múltiples premios que ganó la película, podríamos sumarle la obtención de un nobel, algo a lo que ninguna otra película logró llegar tan lejos.
La historia nos presenta un futuro distópico en donde la Tierra está en peligro ante el avance de un polvo que va matando los recursos naturales a su paso, por lo cual la NASA se ve obligada a llevar a cabo una misión para encontrar otros planetas habitables y para eso deben atravesar un agujero de gusano cerca de la órbita de Saturno. Cooper (Mathew McConaughey) es un granjero que fue piloto aeroespacial en su pasado, pero un accidente lo había dejado fuera de la profesión. Una serie de eventos, en apariencia paranormales, llevan a Cooper a una base secreta de la NASA en donde un proyecto a cargo del Dr. Brand (Michael Caine), su exprofesor, lo pone en la nave como la última esperanza terrestre.
Después de ver la película cuatro veces más, puedo asegurar que si bien está montada sobre el artificio de elementos científicos y podríamos afirmar en un consenso fácil de acordar que es una historia de ciencia ficción, pero para mi la película va más allá. Pero como su realidad se para dentro de 50 años en el futuro y la mirada sobre el mundo que presenta no es tan diferente a la actual, entonces sería más acertado decir que su género pertenece a la ficción especulativa.

El tiempo, una de las grandes obsesiones presentes en la obra de Nolan, acá es crucial. El mensaje que desliza no sólo es un tirón de orejas a la humanidad y como vamos destruyendo nuestro hábitat, también sostiene un mensaje antibélico que por momentos es bastante directo. Hay quien dice que el guion es demasiado explicativo, que se pone didáctico, pero creo que la información científica que se brinda es absolutamente necesaria para entender los propósitos de los personajes y la naturaleza de sus conflictos. Lo cierto es que se puede entender todo ese bagaje científico mucho, poco o nada, pero de ninguna manera está de más. La trama avanza gracias al motor emocional de sus protagonistas, no gracias a la ciencia.
Sin dudas la película trata sobre la paternidad y el Tiempo como constante. Cooper debe abandonar a su hija Murph y a su familia para embarcarse en una misión por el bien (y el futuro) de la humanidad. Y es en esta pequeña historia en donde la película logra enamorarme. No son sus preciosos y precisos efectos especiales que reconstruyen un agujero negro y el espacio, ni la excelente música compuesta por Hans Zimmer, ni los relojes Hamilton que usan padre e hija para sincronizar sus vidas, ni la hermosa poesía de Dylan Thomas que recita el Prof. Brand, ni las actuaciones de sus protagonistas, ni los escenarios en donde se monta la película en una granja totalmente construida para la producción.

Tampoco que el epicentro de todo el universo imaginado parta de una habitación con una biblioteca y que los libros sean elementos para la comunicación entre los personajes que no se pueden entender, ni la instalación del concepto “Teseracto” en donde se cruzan las dimensiones y todo esto para que Nolan ponga todo su imaginario visual al servicio de la narrativa. No es nada de todo eso, lo que me pegó de lleno en el corazón fue la historia entre un padre que debe asumir su destino y una hija que sufre ese abandono. El vínculo entre ambos es tan fuerte que atraviesa la pantalla.
Interstellar también plantea un dilema moral. Pone a sus personajes en la disyuntiva de decidir entre el futuro de la Humanidad y sus propias prioridades, la responsabilidad versus sus emociones, lo colectivo enfrentado a lo individual. Y en esas disquisiciones, cuando las papas queman, están muy bien pintadas las manifestaciones cuando aflora la inevitable condición humana.
Y pensar que todo esto empezó con la necesidad de Steven Spielberg de hacer una película moderna sobre viajes espaciales y encargarle a un tal Jonathan Nolan que escribiera un guion con sustento científico. Entre idas y vueltas y durante los siete años que transcurrieron hasta su estreno, Spielberg se bajó del proyecto y el hermano de Jonathan lo rescató de un cajón en la Paramount, que luego de cerrar el universo del encapotado justiciero nocturno de Gotham, necesitaba una historia que lo conmoviera y que al mismo tiempo le permitiera experimentar con el sistema IMAX, el nuevo juguete de las grandes producciones de cine. Christopher se reunió con Kip Thorne y el resto es historia. Y también ciencia, especulación y amor.





