
-Por Charly Longarini- @Charlylonga
En su Tesis sobre el cuento Ricardo Piglia afirma que “un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario”. Es así que en cada cuento clásico hay dos historias que se construyen, una a la vista del lector y otra por debajo de esa aparente superficie. El juego, al igual que un ilusionista con su truco, consiste en desviar la atención y en el momento preciso, hacer que las dos historias, la visible y la invisible, se crucen dando lugar al asombro.
En El buen mal, último libro de Samanta Schweblin, los seis cuentos que la integran juegan al truco del ilusionista propuesto por Piglia pero cuando ambas historias finalmente se cruzan, encuentra al lector mirando la pared sin salir del trance. No son seis historias aisladas que conforman una antología. No, nada de eso. Si bien no hay un hilo argumental que las una, de hecho son historias que transcurren en distintos lugares y tiempos, pero sí en cambio hay un tono que baña a cada una de cierta atmósfera inquietante.
Para antes o después de la lectura de este libro, el recorrido que un enfurecido lector puede hacer es a acercarse a Siete casas vacías, su segundo libro de cuentos que es bastante similar en tono y en atmósfera.
Samanta Schweblin es quizás la narradora más sobresaliente de su generación, aunque en el arte en general y en la literatura en particular no es acertado hablar de posicionamientos, pero si en cambio se puede afirmar que es una de las voces más poderosas de nuestras letras hoy en día. Heredera de Silvina Ocampo y Antonio Di Benedetto, cultora de lo que llamamos extraño (weird), lleva a la fecha construyendo una obra que se compone por cuatro libros de cuentos, dos novelas breves y una buena cantidad de premios. Radicada en Berlín desde hace más de una década, sus textos siguen latiendo al ritmo argentino.
El buen mal es un libro poderoso, cada cuento es un golpe al estómago y tienen el virtuosismo de persistir en cada lector por un tiempo. En él juega la ambivalencia del bien y del mal, todas las combinaciones posibles que se pueden lograr entre estas dos fuerzas que se oponen desde que el mundo es mundo, porque existe el buen mal y el mal bien, una suerte de ying yang que mueve la condición humana para todos lados y en todos los frentes.
Una mujer que intenta algo trascendental y definitivo en su vida en “Bienvenida a la comunidad”, y que se mueve por un entorno por momentos onírico me recordó mucho a la sensación que experimenté cuando lei el cuento «El nadador” de John Cheever.

“Un animal fabuloso» es una conversación que une Hurlingham con París, entre el pasado y el presente, entre un niño y un caballo.
Lo extraño, al límite de lo fantástico, donde los mojones se corren entre la realidad y la percepción, la locura y la cordura, creer y no creer se da en “William en la ventana”.
Giselle Aronson, mi maestra jedi de la escritura y en la lectura, me recomendó “El ojo en la garganta” como el mejor cuento que leyó en su vida, y al leerlo, que por cierto es muy extenso, comprendí esa declaración tan tajante en un relato que va y viene, y tiene la rareza de contar con un narrador muy particular en el que Schweblin estira lo formal y lo tensa para sostener su maquinaria narrativa.
“La mujer de Atlántida”, una relación entre dos adolescentes y una poeta de edad mayor que vive en una casa en Atlántida, despliega una atmósfera enrarecida, en donde voluntades y musas inspiradoras narran de alguna manera el oficio de la escritura.
El último cuento es “El Superior hace una visita”, un cierre perfecto a esta galería de misterios, narra la intrusión de un hombre de carácter errático a la casa de una mujer mayor que vive sola, donde lo extraño gira en torno a la demencia, la paranoia, la amenaza y la vulnerabilidad.
Schweblin trabaja la extensión de sus textos a su antojo, sus cuentos son largos y sus novelas son cortas. Logra un formato, una suerte de género propio que le da efectividad a su deseo narrativo. Así como Borges se contenía en el límite de las diez páginas aproximadas, Schweblin se desborda o se contiene, según el género que utilice, en una cantidad determinada de páginas tan complejas como perturbadoras.
El buen mal es una especie de gabinete de curiosidades de lo extraño, es un museo de cera de lo inquietante, es una película mental dirigida por David Lynch en el que más se lee y menos se entiende donde uno, desde el lugar inquieto del lector, nunca sabe dónde está parado ni qué está pasando. Es un libro ideal que sirve para dar muestra de lo que debe ser contar un cuento, aunque cuenta con el irreversible riesgo de por fin entender el concepto pero al mismo tiempo rendirse ante la posibilidad de escribir algo digno. Un libro muy superior, quizás su obra más poderosa, Samanta Schweblin logra colocar en el canon literario, a un libro que puede algún dia podría conversar con El aleph y con Final de juego, de Borges y Cortazar respectivamente y no sentirse sapo de otro pozo.