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HACIA VIERNES SALVAJES

31 diciembre, 2021

Para las vacaciones del verano 2013 puse dentro de mi mochila la que era en ese momento la última novela de Stephen King. Se llamaba 11/22/63, fecha del asesinato de John Kennedy, que creo es la gran tragedia estadounidense. La novela cuenta la historia de un profesor que viaja en el tiempo a través de una cámara frigorifica y cae en 1958. Y decide vivir en esa época siguiendo la misión trunca de su amigo, que no era otra que impedir el asesinato de Kennedy. 
Para mi es la mejor novela de King, no sólo por la trama, sino por todo el universo que construye en los años sesenta. Quizás sea la obra que lo haya convertido, por fin, en uno de los mejores escritores de Estados Unidos. Ojalá. 
Lo genial de los buenos autores, y sobre todo de las grandes obras, es que hacen pensar al lector. Mientras lo leía estuve con una pregunta todo el tiempo en la cabeza.
«¿Que tragedia argentina me gustaría evitar?».
Lo primero que se me ocurrió fue la dictadura, la última, pero la fuerza que la llevó adelante fue tan poderosa, que por más que hubiera intentado borrar del mapa a Videla, hubiera habido otro Videla. Es como la secuencia de la película Matrix Reloaded, donde Neo pelea contra un infinito números de Agentes Smith. Derriba a uno y detrás de ese hay cientos.
La segunda tragedia que me hubiera importado evitar es, sin dudas, Cromañon. 

Aun recuerdo aquella mañana de viernes. Lo primero que hice fue encender la radio La Mega. Un conductor informaba una cantidad ascendente de muertos en República de Cromañon. Yo, que recién me despertaba, y con la resaca de la noche anterior, que había reunido en mi casa de recién casado a mi familia y a la de mi esposa, supuse que en la radio hablaban del tsunami que se había producido algunos días antes en Tailandia. Algunos minutos después, la misma voz, compungida y enérgica, dijo tres palabras que me sacaron de la cama de un salto: «boliche de Once».


Fui hasta el comedor y encendí la tele. El infierno de Dante se había deaparramado en las pantallas en aquella víspera de año nuevo. Incendio, 180 muertos (hasta ese momento), Callejeros, recital, jóvenes, familias, hospitales, dolor, búsqueda, todo eso eran palabras que trataban de encontrar un sentido a lo que ya no tenía.
Otra vez el rock en la mira de la culpa, en el ejercicio de responsabilizar un movimiento que fue hecho para jóvenes, y que hoy ya está muriendo de a poco. No puedo dejar de creer que el rock, nuestro rock nacional, empezó a morir aquella noche. El recital de Callejeros también se cobró la vida de una música, una mística que contuvo las angustias juveniles desde aquellos primigenios y turbulentos  años sesenta. 
Desperté a mi esposa con urgencia e hice que se sentara conmigo frente a la tragedia. Necesitaba compartir con alguien tanta impotencia, tanta locura. Nos mirábamos sin poder creer lo que veíamos y escuchábamos. La desesperación de los padres que no encontraban a sus hijos se superponía con aquellos que ya los habían encontrado en la peor noticia que un ser humano puede dar cuenta. 


Aquel año nuevo fue distinto. En la cena con mis viejos, en Munro, no había ánimos de festejos. En el barrio donde viví muchos años, al parecer hubo un par de chicos que habían perdido la vida en el recital. Yo no los conocía, ni siquiera sabía quiénes eran, pero nuestro dolor estaba con ellos. Tomé conciencia de la magnitud de todo lo que estaba pasando recién a la medianoche. Lo que creía que nos pasaba solo a nosotros, supe que le pasaba a todo el mundo.


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Casi no hubo pirotecnia aquella noche, los vecinos estaban atravesados por un dolor ajeno que se hacía propio, y que aún al día de hoy no hay explicación. Lo que siempre había sido una fiesta de color y explosiones, aquella noche las doce llegaron despacio y sin que pudiéramos darnos cuenta. 
Brindamos, obvio. El microcosmos familiar necesita de los rituales para seguir adelante. Pero en nuestras miradas pesaba aquella locura inexplicable. 


Los días pasaron, en la tele dieron un especial de Cromañon. Hacía el final, sobre un fondo negro, empezaron a aparecer los nombres de los jóvenes fallecidos aquella noche. Y fue muy fuerte entender que en cada nombre de esa lista interminable había una familia rota para siempre, una familia que iba a atravesar cumpleaños, día de la madre, día del padre, navidad, año nuevo, pascuas de una manera distinta el resto de sus vidas. 
Pasaron ya casi veinte años,- diecisiete para ser precisos- y, aún hoy, cada vez que escucho alguna canción de Callejeros, se me llenan de tristeza las tripas.
Vuelvo a la pregunta que me hice mientras leía la novela de Stephen King y también vuelvo a la respuesta una y otra vez. Hubiera querido impedir Cromañon pero no pude.  En cambio otros si pudieron hacerlo, y no lo hicieron. 


Charly Longarini

Periodista, y lector voraz. Escribe para La Patria Futbolera. Estudia Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham. Cinéfilo. Seguilo en sus redes.