A fines del 2003 a mi viejo le quedaban solo unos días de vida. Le habían detectado una neumonía a mitad de diciembre. Su cuadro ya era delicado desde finales del año anterior cuando los médicos le habían detectado una insólita hidrocefalia. Esa enfermedad no es usual que surja en hombres a la edad de mi papá que en ese entonces tenía 78 años. En realidad la explicación del médico que nos encaró a mi mama y a mí en los pasillos del Hospital de Clínicas es que mi viejo habia tenido esa enfermedad toda la vida en estado de latencia esperando que se activara en algún momento.
Mi viejo me tuvo a los 55 años y desde que tengo uso de razón todo giro en mi familia en torno a lo brillante que era mi papa. Concertista que tocaba a Chopin desde los cinco años, filósofo y psicólogo mi viejo era el mago de la tribu. Todos quedábamos muy chiquitos en comparación con el. Mi papá ocupaba el lugar del genio familiar y ese mito funciono para mí y mis hermanastros por un lado como una fuente de anécdotas interminables pero por otro lado eso fue una especie de ancla o de condena a la mediocridad para el resto del clan que jamás podría ni siquiera acercarse al genio paterno que todo lo ilumina.
Yo tenía 25 años y estaba relativamente cerca de terminar la carrera de Sociología en la UBA. Las políticas neoliberales del gobierno de Carlos Saúl Menem sumados a una fragilidad personal para tolerar la vida adulta habían hecho de mi alguien reacio a vender su fuerza de trabajo en el mercado laboral. Prefería estar en Burger King de Corrientes y Callao leyendo Crimen y Castigo y charlando con Sebastián y Laura del catastrófico gobierno de Fernando De la Rúa.
Eran épocas de clases públicas en la facultad de sociales de Marcelo T de Alvear y Uriburu. Muchas veces me bajaba del colectivo escuchando a los Stones o James Brown y me encontraba con León Rozitchner u Horacio González dando clases magistrales en medio de la calle cortada mientras los colectivos pasaban peligrosamente al lado nuestro que incólumes y azorados tomábamos apuntes y cerveza al mismo tiempo. Cierro los ojos y ahí los veo como si se trataran de espectros. Manuela, Eduardo, Daniela, Mariela, Diego, Eugenio, Tamara,mis compañeros adorados.

Mi viejo producto de esa neumonía perdió el reflejo de deglución por lo que su dieta estaba basada en serenito lo que le disparo una diabetes estacionaria galopante. Mis días en esa época transcurrían de modo rutinario en el sanatorio de Osplad ubicado en la calle Viamonte. A comienzos de diciembre de 2003 me habia quedado sin laburo. Trabajaba en la fotocopiadora de la facultad de sociales y como la agrupación política que me habia dado trabajo habia perdido el centro de estudiantes yo perdí mi precaria fuente de ingresos. Mi viejo finalmente partió hacia el otro lado de las cosas el 6 de enero de 2004.
Yo me habia ido unos días antes a la casa de mi amiga Manuela que vivía en la localidad de Mercedes a pasar cuatro o cinco días de fin de año. Como mi vieja no me iba a dar el ok para irme decidí hacerlo por mi cuenta dejándole una nota en la mesa de luz del comedor. Volví en colectivo leyendo Operación Shylock de Philip Roth pensando en lo que podría encontrar cuando llegara a la clínica.
Todavía no tenía celular así que la comunicación que manejaba con mi vieja se parecía más a la correspondencia propia de las novelas del siglo XIX que al mundo de redes sociales que manejan mis hijos y que nos somete a la dictadura de la inmediatez y la frivolidad en la que se rigen nuestros destinos.
Volví todo el viaje con la idea aterradora de que quizás mi viejo se hubiera muerto mientras yo tomaba cerveza y hablaba de cine y política con Manuela y su adorable familia. Básicamente estaba en manos del destino pero el destino me tendió una mano. Llegué a la habitación del hospital y antes de entrar oí la voz de mi papa. Una cruza de Coco Basile con Ludwig Wittgenstein que me dijo al oído “Pablito. ¿Dónde te habías metido?”. Lo abrace muy fuerte y ambos fuimos muy felices esos efímeros segundos. Era Lunes al mediodía. Al país lo gobernaba Néstor y a mi viejo le quedaban menos de 18 horas de vida.
Mi viejo murió el 6 de enero del 2004 a las seis y cinco de la mañana. Yo le cerré los ojos y descubrí su cuerpo entre las sabanas que tapaban lo que quedaba de mi papa. Afuera en los pasillos de la clínica mi vieja y mi hermana lloraban y tomaban café.

En cinco días mi viejo cumpliría 100 años. Un siglo desde que naciera en Polonia. El largo viaje de su familia escapando de la hambruna de la Europa de entreguerras los trajo a Buenos Aires. Ahí se conocieron cuarenta años después mi vieja y mi viejo. En la facultad de Psicología de la UBA estudiando a Freud y Melanie Klein mientras al país lo gobernaba el milico de Ongania.
Es probable que la muerte transforme los recuerdos en un lugar gobernado por fantasmas. Las anécdotas se vuelven borrosas y los límites entre la realidad y la imaginación se tornan difusos. Veinte años sin mi papá es filosóficamente hablando una bocha pero conservo de él su interés por aprender y la capacidad de indignarme por los horrores de un sistema de acumulación de riqueza que naturaliza la desigualdad y la miseria.
En tiempos en donde lo inhumano y la crueldad es lo que se propaga como un virus sus enseñanzas me hacen sentir acompañado. Mi viejo entonces se erige como un espacio de humanidad ante la barbarie. Todavía me encuentro a veces sumergido en ese abrazo que nos dimos un rato antes de su partida y ese gesto precario se transforma en un refugio frente a la tormenta perfecta que se avecina. De esa fragilidad sacamos fuerzas para seguir. Ese es nuestro secreto. Ser humano en un mundo que no lo es es nuestra victoria. Gracias por eso también papá.

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JUAN P. SUSEL. Sociólogo (UBA). Profesor en Ciencias Sociales. Crítico de Cine. Autor de: Maradona en Roja y Negro (2021)